Por los caminos del Señor
Hola, un día como hoy, hace 28 años, también era domingo, fui ordenado sacerdote. La Iglesia del Monasterio Agustino de Valladolid lucía radiante.
En el templo estaban mis padres, mi familia y muchos de mis amigos, eran las cinco en punto de la tarde cuando un cortejo profesional con sacerdotes, diáconos y un señor obispo, se desplazaban por la nave central hacia el altar.
Comenzó la santa misa con cánticos y alabanzas a Dios, llegó para mí uno de los momentos más importantes de mi vida: El señor obispo, don Nicolás Castellanos, llamándome por mi nombre. Me acerqué hacia el Presbiterio y allí fui ordenado sacerdote, siendo ese día el primero en mi vida en que fui capaz y dispuesto por la Santa Madre Iglesia para consagrar el vino y el pan y, por ende, ser sacerdote.
Han pasado 28 años y te cuento que, al mes de mi ordenación sacerdotal, fui enviado a la ciudad de Lima como primer destino de mi sacerdocio. Dentro de las miles de experiencias vividas en este tan especial domingo, me atrevo a decirte una experiencia que para mí siempre ha sido muy significativa y, compartirla contigo, pienso también que ha de ser de mutua ayuda.
Era la primera vez que yo salía de España, y el cambio –casi radical– me había significado unos meses de adaptación muy difíciles. Entiendo que a la inmensa mayoría de los seres humanos nos sucede algo similar.
Al ser breve el tiempo de conversación entre tú y yo, me limitaré a darte unos datos para terminar con una conclusión. Mi primera Navidad en ese año (79-80) fue de un recuerdo y una nostalgia que me afectaron profundamente en mi tranquilidad emocional, y pensé, en más de una ocasión, que iba a ser difícil mi adaptación en el medio en que me hallaba.
Fue en el mes de marzo, un día de la semana, estaba absorto en mis problemas y en mis nostalgias, cuando de la portería del colegio, el señor Abdón marcó mi teléfono para pedirme que atendiese a una persona que recién había llegado y me estaba esperando. Sinceramente, yo no estaba para nadie. Comprenderás, por las líneas anteriores, que en ese momento lo estaba pasando bastante mal, pero la insistencia del señor Abdón pudo más que mi enfrascamiento en mi pena y decidí, muy a pesar mío, acudir al hall del centro y atender a la persona que allí estaba. Apenas tenía 23 años de edad y estimo que la persona tendría aproximadamente unos 70. Me recibió con una gran sonrisa, me abrazó y, mirándome a los ojos, me dijo: Disculpe la molestia, pero pasaba por este plantel y sabiendo que vivía aquí, quise acercarme para darle las gracias, porque desde hace muchísimos años en los que estuve alejado de la Iglesia, he retomado mi práctica eucarística en la misa que celebra en mi parroquia. Entiendo que es usted un enviado de Dios y que, a través suyo, en el ocaso de mis años y en la postrimería de mi vida, he retornado al redil de la Iglesia; por ello, muchísimas gracias.
Se fue, y nunca más lo he vuelto a ver.
Para mí ese momento fue importantísimo, han pasado 28 años y Dios quiera que sean muchísimos más, pero afirmo que el Altísimo pone en cada momento de nuestras vidas a las personas que han de ser nuestras tablas de salvación.
La experiencia da para más. Te seguiré contando.
Gracias por llegar hasta aquí; hasta pronto. ¡Que Dios nos bendiga!
Padre Pablo Larrán García